Parada frente a mi, la cubre un largo y despojado vestido gris oscuro bajando suelto por su cuerpo un poco más allá de sus rodillas. Descalza. Muy seria. Muy concentrada. Me mira. La veo en una oscuridad que a quien no la conociera le impediría advertirla.
Casi tan alta como yo, levanta su mano y acaricia mi mejilla. Su voz es infinitamente tierna, dulce, consoladora:..."quiero que no sufras más...."
Me despierto de la siesta de un sábado de mañana complicada. Tengo una sensación extremadamente placentera. En paz como hace mucho que no.
Es extraño. La conocí hace 10 años y no fue nadie importante. Solo una cliente más a quien atendí, con la que intenté tener algún acercamiento sin suerte. Recuerdo un día en mi escritorio que me preguntó "¿estás casado?" Muy a pesar del instinto, la sinceridad pudo un poco más: "Si, algo así... ¿porqué?" . Sonrió y me contestó "nada, estaba pensando en presentarte una amiga".
O sea eso. Nadie importante. Es más, no la recordé hasta la tarde de este sábado.
Por eso me da vuelta el absurdo de sentir que en el sueño era el amor de mi vida. Que era la única que podía curarme.
Absurdo.