El primer estruendo, brutal, incomprensible, estalló en su mente despertándolo. Aturdido sin entender. Al segundo, otro estallido le hizo empezar a comprender mientras corría a la puerta, desesperado ya por el tercero.
Su mujer dormida en el otro cuarto gritaba algo ininteligible, mientras el pensaba en sus hijos. Jura hoy que tuvo tiempo de ver la cara pícara del varón y la dulzura de su chinita. El cuarto golpe quedará en su mente por siempre. Y con él, la imagen de los cuatro tipos, encapuchados, recortados contra el campo en el vano de la puerta. Sombras asombrosas contra el crepúsculo de ese 12 de diciembre que no olvidará.
El resto es un torbellino menos nítido.El dominado en el piso recibiendo un par de golpes. Sus hijos llorando. Su mujer tratando de calmar a los perros ante la amenza de muerte.
Los tipos revoleando todo. Las cosas y la vida ajena. Y burlándose y amenazando. Y gracias a quien sabe que San La Muerte, apiadandose por fin de los chicos. Ofreciendoles galletitas en un festival perverso.
Y una hora y media que será tan larga como el resto de su vida. El odio y la humillación cuando se fueron. La irracionalidad en el odio de su estrenada calidad de víctima.
Y sus niños llorando cada noche.
Y evaluando deshacerse de la casa que tanto quiso. Del tipo de vida que tanto buscó.
Y desde ese entonces con un arma en la cintura, hasta para soltar los animales, o para hacer un asado.
Y este odio que no se va.
jueves, 11 de febrero de 2010
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